“No quiero
hacerte daño”. Esas palabras suenan como una maravillosa melodía en tus oídos,
consiguen engañar a tus sentidos con esa sincera preocupación que sientes al
oírlas brotas de sus labios. Son palabras dichas con convencimiento y te las
crees. Crees que esta vez será diferente y que no saldrás herida, que esas
palabras te protegerán a ti y a tu corazón y que serán como un escudo
inexpugnable.
Sin embargo,
he descubierto que esas palabras son como la metralla: penetra en tu cuerpo y
hace más daño interno del que luego ves por fuera. Esas palabras sólo consiguen
enmascarar el daño que en realidad vas a sufrir.
La pura
verdad escuece, pica y no es agradable de oír pero sana mejor porque todo está
claro, no hay lugar para la duda y si te ilusionas es sólo culpa tuya. Una vez
que lo asumes es incluso hasta fácil de sobrellevar. Pero “no quiero hacerte
daño” es tan ambiguo, sus límites son tan difusos… ¿qué es lo que tú consideras
hacerme daño? ¿acaso se parece a lo que considero yo? ¿sabes qué es lo que
puedo soportar y lo que no?
Por eso,
después de escuchar esa frase varias veces, he llegado a la conclusión de que
no quiero que me la digan. Quiero sinceridad y confianza y si, a pesar de todo
me hacen daño, me lo tomaré como un daño colateral inevitable.
Hacemos daño
a la gente sin quererlo casi todos los días, no entiendo por qué me deben
proteger de ello y más cuando de quien me deberían proteger es de ellos mismos.
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